Ruanda es un pequeño país situado en el corazón de África que limita con Uganda, Burundi, la República Democrática del Congo y Tanzania, fronteras que junto a sus accidentes geográficos han condicionado su pasado, su presente y su futuro.
Con una superficie de aproximadamente 26.000 km2, la población ruandesa alcanza los doce millones de habitantes. Ruanda es más pequeña que Galicia y quintuplica su población.
El país recibe el adecuado sobrenombre de La tierra de las mil colinas. Este año tuve la oportunidad de trasladarme allí durante un mes, tiempo insuficiente para conocer cómo funciona el país. Insuficiente porque el modo y calidad de vida cambia radicalmente de una zona a otra y de una clase social a otra. Kigali, la capital, es sin duda la zona más próspera. Las carreteras están repletas de coches o moto-taxis, los peatones circulan por doquier y las costumbres y modas son bastante similares a lo que conocemos en occidente. Es una ciudad limpia, segura, con edificios que van desde lujosos hoteles –el más conocido de ellos, el Hotel des Mille Colines, donde se rodó la película Hotel Ruanda– hasta centros comerciales donde la tecnología es excepcionalmente cara, lo que contrasta con los bajos precios del país. Kigali es el punto que hay que atravesar para llegar a cualquier otra zona del país.

Las moto-taxis son un vehículo frecuente en Kigali y la presencia de la religión se manifiesta incluso en sus matrículas
Llegamos de noche y cuando despegamos en el pequeño aeropuerto de la capital mostramos la carta de invitación, pagamos nuestros visados y nos colocamos uno a uno frente a las pequeñas cámaras que nos fotografiaron para registrar nuestra entrada. Las medidas de seguridad en el país superaron mis expectativas. Posteriormente recogimos nuestras maletas y depositamos en una esquina el plástico que envolvía un par de ellas cuando un trabajador del aeropuerto nos indicó que en el país las bolsas de plástico están prohibidas, medida que, aunque algo polémica, se ha ganado el aplauso de la comunidad internacional.
El sistema de carreteras también ha mejorado en los últimos años, pero sólo en los alrededores de la capital la iluminación es suficiente. Fueron las luces de la furgoneta en la que viajábamos las que nos permitieron hacer camino conforme íbamos acercándonos al distrito en el que trabajaríamos. Las vías de las zonas rurales están en malas condiciones y la poca visibilidad de las curvas dificulta los adelantamientos. Todo ello explica que los accidentes de tráfico sea una de las principales causas de muerte en Ruanda, a pesar de que en la mayoría del territorio el límite es de 40km/h. Superar este límite o la tasa de alcohol puede suponer multas de unos 20.000 francos ruandeses, que actualmente equivaldrían a poco más de veintidós euros. Para nosotros resulta una cantidad ridícula, pero en Ruanda los salarios son excepcionalmente bajos: según un estudio de la Wage Indicator Foundation, el salario medio es de 450 francos ruandeses la hora (unos 50 céntimos de euro) y un 26% gana menos de 150 francos ruandeses (15 céntimos).

Niños recogiendo hojas de té para ofrecérselas a los turistas
La pobreza en el país se evidencia en las zonas rurales. Allí es fácil encontrarse con bicicletas cargadas con alimentos, con bidones de agua o con más personas, pero generalmente la población se desplaza a pie. Los niños recorren largas distancias para llegar a la escuela o para regresar a casa y lo hacen sin apenas alimentarse. La desnutrición, igual que sucede en otras zonas de África y del mundo, es un lastre que condiciona el rendimiento académico de niños y niñas que conformarán el futuro del país.

Un niño pasea por el poblado. Las marcas blancas en la cabeza son un símbolo de desnutrición severa
La pobreza en África no es una elección y todos quieren escapar de ella. En Ruanda, a diferencia de otros países africanos, los índices de corrupción no son elevados y la gestión del gobierno es buena. Los jóvenes saben que para acceder a puestos de trabajo privilegiados necesitan seguir formándose. Conocí a un chico brillante que tenía muy buen nivel de inglés y era uno de los mejores expedientes de su escuela. Me confesó que la falta de recursos es un condicionante tan real como frustrante. Tras las recientes inundaciones en el poblado, sus libretas quedaron destrozadas y él apenas tiene dinero para comprarse nuevo material, mucho menos para continuar su formación académica: “Quiero seguir estudiando, pero sé que esforzarme en la escuela no me garantiza salir de las colinas”.

Un niño asiste a la escuela
La educación lo condiciona todo. El índice de defunciones por enfermedades contagiosas o de transmisión sexual descendería si la población supiera realmente cómo evitarlas. En Ruanda, igual que en el resto de África, muchos niños nacen con VIH son contagiados durante la lactancia. Es bien sabido que en el continente las medidas de higiene son escasas, pero lo son en muchos casos porque se desconocen o no se les da la importancia que se merecen. Las elevadas tasas de orfandad o de abandono guardan relación con la presencia y la motivación de los niños en las escuelas: muchos pierden horas de clase porque tienen que ayudar en sus casas. A pesar de ello, la motivación, las ganas de aprender y la constancia de muchos de estos niños son ejemplares. Se trata de alimentar sus ansias de conocimiento: el desarrollo de un país, en cualquier lugar del mundo, pasa por conseguir una generación formada capaz de hacerlo.