Por si quedaba alguna duda de la naturaleza paradójica, incongruente y absurda de los seres humanos, la prueba definitiva es nuestra indiferencia ante la crisis medioambiental, y más concretamente, el cambio climático. La ciencia y la tecnología nos han permitido entender hasta qué punto estamos enfangados, nos han advertido de las consecuencias del proceso de deterioro, nos han mostrado el alcance y la urgencia de las medidas a tomar. Y sin embargo, el cambio climático no es, como sería lógico, la máxima prioridad en los programas de los gobiernos ni de los partidos políticos, ni ocupa las portadas de todos los periódicos, ni recibe constante cobertura televisiva, ni es la preocupación fundamental que determina las acciones y decisiones de nuestras vidas cotidianas. Tenemos la certeza de que el cambio climático está no solo en marcha sino en fase irreversible; que la última oportunidad, no ya de prevenirlo o detenerlo sino simplemente de frenarlo apenas para evitar el apocalipsis está a punto de escapársenos para siempre. Sabemos todo eso desde hace años, pero seguimos dejando pasar el tiempo como si nada ocurriera, como si ese problema no fuera con nosotros o como si fuera a resolverse por sí solo. En esta época de elecciones primarias en los Estados Unidos, donde vivo, el cambio climático y el medio ambiente en general están ausentes de los debates entre candidatos republicanos–descontando la burla ocasional o la alusión despectiva al mismo como un mito políticamente motivado; el despliegue de ignorancia y los abismos de estupidez de las declaraciones de los candidatos de dicho partido producirían estupor en cualquier otra democracia occidental, incluyendo seguramente la española. Entre los candidatos demócratas, el tema ocupa un lugar más prominente; el partido tiene una posición explícita y tanto Bernie Sanders como Hillary Clinton se ocupan de él en sus mitines y debates. Sin embargo, la prensa apenas se hace eco y a los votantes no parece importarles demasiado. En España, el pacto de gobierno entre PSOE y Ciudadanos –texto de máxima actualidad y relevancia en el momento en que escribo este artículo- menciona en su primer capítulo la necesidad de alcanzar un crecimiento
medioambientalmente sostenible
e incluye un apartado, el I.3, sobre transición energética y lucha contra el cambio climático. El problema no es solo que el texto resulta demasiado general e impreciso en sus metas, en los medios para conseguirlas y en los sistemas de control para asegurar su cumplimiento; el mayor, y más sintomático, problema es el ínfimo relieve dado al mismo por los líderes de ambos partidos en sus comparecencias públicas, la falta de atención prestada por los medios a dicho apartado del acuerdo, y el aparente desinterés de los ciudadanos ante ese punto. Apenas hace falta decir que el caso del PSOE y Ciudadanos se aplica con mínimas variaciones a los demás partidos.
¿Cómo explicar, pues, el aparente sinsentido de que el problema de mayor envergadura, gravedad y urgencia que la humanidad ha enfrentado en su historia permanezca en un segundo plano en los discursos políticos y mediáticos, apartado de las preocupaciones fundamentales de los ciudadanos, y eclipsado por lo que en comparación son problemas puntuales, relativamente menores cuando se los considera a escala planetaria? Quizá estas razones ayuden a entenderlo, al menos parcialmente:
En primer lugar, es un problema de una enorme complejidad y por lo tanto difícil de explicar -y de entender- de forma sintética; una comprensión del cambio climático requiere una visión global, familiaridad con conceptos de varias disciplinas científicas, política internacional, economía y tecnología. La mayoría de la población no tiene ese nivel de conocimientos ni los medios, la curiosidad o la disciplina para adquirirlos. En segundo lugar, es muy difícil visualizar la gravedad y urgencia del problema cuando sus efectos todavía no son evidentes en la vida diaria de muchos países; a los ciudadanos, problemas como el paro, el terrorismo, la corrupción y el deterioro del estado del bienestar, por ejemplo, les resultan mucho más tangibles, y por lo tanto más «reales»; a los políticos, por su parte, todo aquello que no afecte directamente a su labor de gobierno a corto plazo- es decir, durante los años en que ejercen sus cargos -no suele preocuparles demasiado. En tercer lugar, abordar el cambio climático exige medidas drásticas, las cuales van a resultar necesariamente impopulares: no se trata simplemente de cambiar los vehículos de gasolina por otros eléctricos, sino de cambiar la mentalidad, el estilo de vida, las formas de producción y consumo, las estructuras sociales, la cultura a nivel mundial, todo ello, inevitablemente, al coste de tremendos sacrificios económicos y por ende políticos. Ni los ciudadanos (especialmente los de los países desarrollados) estarían dispuestos a apoyar tales medidas ni sus políticos se atreverían siquiera a proponerlas: en un estado democrático neoliberal como el español o el estadounidense, en que los políticos son vendedores que prometen trabajo, riqueza, libertades, progreso, bienestar y soluciones rápidas e indoloras para todos los problemas, ¿qué político se podría permitir ofrecer a sus electores precariedad, aumento de impuestos, renuncia a comodidades, servicios, lujos y privilegios que hoy por hoy se han llegado a considerar derechos irrenunciables, «solo» para prevenir un peligro que parece tan lejano, tan abstracto, tan irreal como el cambio climático? A nivel internacional, las tensiones entre la necesidad de actuar rápida y eficazmente, por un lado, y los intereses políticos y económicos de los estados, por otro, lastraron la Cumbre de París de 2015 y dictaron un acuerdo final que resulta excesivamente «blando» y a todas luces insuficiente. Sin el establecimiento de una autoridad mundial con poder legislativo y ejecutivo, sin compromisos específicos, vinculantes y sin responsabilidad de todos los estados será casi imposible acercarse a la meta de mantener el aumento de temperatura mundial a menos de 2 grados por encima de los niveles preindustriales (el documento insta a trabajar por no rebasar 1.5 grados, pero esa meta se considera imposible, ya que dicho aumento se producirá irreversiblemente por efecto de los gases ya emitidos hasta ahora).
Ante la imposibilidad práctica de establecer una autoridad mundial y ante la aparente desidia ciudadana, es difícil visualizar vías para cambiar el curso de colisión que hoy por hoy está siguiendo, en directa y con el gas a fondo, la humanidad. Por supuesto hay que hacer pedagogía: los intelectuales, los periodistas, los educadores tenemos una responsabilidad tan grave como la de los políticos. Hay que educar, informar, comunicar, movilizar y hay que hacerlo con rapidez, determinación y perseverancia. Hay que trabajar con todos los grupos sociales, en todas las esferas económicas, y a través de las generaciones: si los jóvenes no toman profunda, intensa, apasionada conciencia del estado de la situación, la batalla está definitivamente perdida. Para empezar, una propuesta modestísima: animar a todo el mundo a leer la encíclica Laudato Si del Papa Francisco, un texto bello, profundo, certero y escalofriante, capaz de tocar fibras mucho más allá de la fe católica y de cualquier doctrina religiosa, un texto que debería leerse en las escuelas y las universidades. Desde ya.