La matanza del club Pulse: tomando el pulso a la homofobia en EE.UU.

Jordi MaríMediados de los años setenta, en el Sur profundo de los Estados Unidos. Un joven profesor está concluyendo su visita a un campus universitario como candidato a un puesto docente en el departamento de literatura inglesa. Tras un día de entrevistas y sesiones académicas, dos colegas, hombres de mayor edad, lo convidan a una copa de despedida en el bar del hotel. Llevan un rato bebiendo y charlando cuando aparece una señorita; los dos colegas le invitan a sentarse con ellos y se la presentan al joven candidato como una amiga; toman otra copa y al cabo de unos minutos los dos hombres se despiden, no sin antes animar al joven a quedarse allí con la muchacha, quien se ha mostrado muy amistosa con él. Antes de salir, uno de los colegas le guiña un ojo al candidato y le dice, con picardía, que aún le falta una prueba por superar.

El joven profesor es hoy un veterano catedrático en la universidad estatal de Carolina del Norte y amigo mío desde hace muchos años. Me contó esta anécdota hace tiempo, precisamente tomando una copa tras una cena. La historia me impresionó, y poco después se la relaté a un grupo de amigos. Con buena intención, uno de ellos preguntó si la «prueba» a la que sometieron al entonces joven profesor no sería quizá un test de rectitud moral: ¿le estaban ofreciendo una tentación para ver si era capaz de resistirla? Tratándose del Bible Belt –«el cinturón bíblico», como se suele llamar a esa parte del país donde el fundamentalismo cristiano impone su ley– esa posibilidad no sería del todo inverosímil. La realidad, sin embargo, es que la «prueba» en cuestión consistía precisamente en lo contrario. No era ni más ni menos que una prueba de «hombría», en el sentido más estrecho, parcial y rastrero del término: lo que se esperaba de él era que demostrara, de forma digamos palpable y fehaciente, que era un «verdadero hombre», es decir, alguien sobre cuya «masculinidad» no pudiera caber ninguna duda.

Escenas de dolor tras el atentado homófobo de Orlando | EL NUEVO DÍA

Escenas de dolor tras el atentado homófobo de Orlando | EL NUEVO DÍA

El episodio que acabo de relatar viene a cuento de la reciente masacre del club Pulse de Orlando, Florida, en que 49 personas fueron asesinadas y otras 53 resultaron heridas por un homófobo furibundo armado con una metralleta. La matanza, la mayor de estas características hasta ahora en la historia de los Estados Unidos, levantó el revuelo habitual pero, como era previsible, no sirvió para abrir diálogos ni avanzar hacia un mayor control sobre la venta de armas en dicho país; esa es una guerra perdida, como explicaré en una futura entrada en este blog. Hoy no quiero ocuparme del problema de las armas sino de la cultura del odio y la intransigencia, específicamente la larga y profunda tradición homófoba tan arraigada en algunos sectores de la sociedad americana y de la que la matanza de Orlando no es sino la más reciente y sangrienta manifestación. Una explosión de odio como la que Omar Mateen desató en el club Pulse hace unas semanas no surge de la nada, no es un brote excepcional, espontáneo e individual sino el signo inequívoco de un sustrato colectivo de violencia, ignorancia y ansiedad sexual y cultural; un sustrato que pervive apenas a flor de piel y en cuya desatada agresividad se revela la existencia precaria y conflictiva de una masculinidad en crisis.

Si la matanza de 49 personas en Orlando estremece de horror a cualquiera, las reacciones de apoyo al asesino y de celebración del crimen que afloraron en las redes sociales e incluso desde posiciones institucionales son quizá más espeluznantes, en tanto que confirman la existencia de esa cultura de odio, violencia y orgullosa exaltación de la ignorancia. En esta ocasión, como tantas otras veces a lo largo de las décadas, ese odio se ha canalizado y difundido a través de ciertas iglesias, casi todas baptistas radicales. Como se puede ver y oír en este vídeo difundido por el Washington Post y otros periódicos, el pastor Roger Jiménez, de la iglesia baptista Verity de Sacramento, California, expresa su entusiasmo por la eliminación de tantos «pedófilos», lamenta que el tirador no matara a muchos más, y declara que habría que poner a los supervivientes ante un pelotón de fusilamiento y «saltarles a todos la tapa de los sesos»–opiniones que Jiménez ha ratificado posteriormente en diversas entrevistas. En idénticos términos se ha expresado el pastor Steven Anderson, de la iglesia baptista Faithful Word de Tempe, Arizona, como se puede ver en el mismo video del Washington Post. Por su parte, el New York Times informa de otras iglesias baptistas independientes en estados como Texas y Tennessee además de California y Arizona, cuyos pastores también han celebrado desde el púlpito la matanza de Orlando. En el artículo del NYT se incluye un enlace a un video de youtube en que Donnie Romero, pastor de una iglesia de Fort Worth, Texas, declara su anhelo de que ninguno de los heridos en el ataque del club Pulse sobreviva, y pide a Dios que «acabe la tarea» iniciada por el tirador Omar Mateen. Miembros de la iglesia baptista de Westboro, en Kansas –la infame iglesia fundada y dirigida por el homófobo fundamentalista Fred Phelps hasta su muerte en 2014– viajaron a Orlando días después de la matanza para interrumpir los funerales de las víctimas con pancartas y gritos ofensivos, provocando enfrentamientos con los asistentes. Un repaso a youtube y a las redes sociales ofrece una variedad de ejemplos similares, escalofriantes todos ellos por la visceralidad de su odio y su ausencia absoluta de amor, empatía o compasón por la pérdida de vidas humanas.

Por supuesto, la inmensa mayoría de iglesias protestantes, de todas las denominaciones, han condenado el atentado de Orlando, y muchas de ellas han expresado una repulsa general a la violencia y a la discriminación por motivos de orientación sexual. Como señala el artículo del NYT, se ha avanzado un buen trecho desde 1973, año en que un incendio provocado acabó con la vida de 32 personas en el bar gay UpStairs Lounge de Nueva Orleans y las iglesias se negaron a enterrar a las víctimas –terrible suceso en un año y una ciudad muy cercanos, por cierto, a los del episodio de mi amigo, el entonces joven profesor, que relaté al inicio de este artículo–. Pero si muchas cosas han cambiado, no es menos cierto que un sustrato de odio y una agresiva intolerancia ante la diferencia, especialmente étnica y sexual, han permanecido y se siguen manifestando en una parte no desdeñable de la población americana.

Acabo este artículo con la constatación irónica, aunque no sorprendente, de que el furibundo homófobo Omar Mateen ha resultado ser, él también, homosexual, según se ha sabido a raíz de las declaraciones de su novio y de otras personas que lo habían conocido en sus frecuentes visitas a Pulse y otros clubs similares. Digo que la revelación no es sorprendente, porque históricamente muchos de los más notorios y beligerantes homófobos han acabando saliendo ellos mismos del armario –o siendo sacados, más bien, al ser pillados in fraganti en actos o situaciones inequívocamente homosexuales–. La lista incluye algunos de los senadores, congresistas, y activistas ultraconservadores que más se habían distinguido por su verborrea anti-gay y por su apoyo a leyes discriminatorias y reaccionarias en materia de género y sexualidad. Abundan también pastores baptistas, evangélicos y otros líderes religiosos fundamentalistas cristianos notorios por su incendiaria retórica anti-homosexual. Organizaciones como Ranker, Advocate y Liberals Unite han publicado listados de tales casos con detalles que resultarían desternillantes (por lo embarazoso de ciertas situaciones y lo absurdo de las excusas ofrecidas para justificarlas) de no ser por el sufrimiento y la injusticia que la hipocresía de dichos personajes ha causado a individuos y comunidades enteras durante décadas.

A algunos lectores, la «prueba de masculinidad» que mencioné al inicio de este texto pudo haberles parecido una simple anécdota –chocante, sin duda ofensiva, pero relativamente intrascendente–. Sin embargo, el comportamiento de los dos veteranos profesores con mi amigo, el entonces joven candidato, va mucho más allá de lo anecdótico: la prueba a la que quisieron someterle revela una ansiedad, un prejuicio y un odio que se extiende a una parte considerable de la sociedad americana y que es síntoma de una profunda enfermedad social. Una enfermedad que aún hoy, cuarenta años después, no se ha podido erradicar; permanece en un estado semilatente, a veces durante meses, pero sale a la luz periódicamente, y cuando lo hace, suele ser entre disparos, sangre, y dolor irreparable.

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